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TRIBUNA ABIERTA

Mejía Lequerica, ecuatoriano y español

«Fue un hombre cultísimo, valiente y recto que defendió la causa de la libertad, la igualdad y la justicia»

Tomás López Vilariño

Más allá de nuestra legítima curiosidad por la historia, los hombres y las mujeres que nos han precedido nos interesan cuando conservan la capacidad para hablarnos desde el pasado y enseñarnos cosas importantes. Liberados ya de las exigencias de la coyuntura, se expresan incluso con mayor elocuencia que nuestros contemporáneos; sobre todo cuando se trata de figuras eminentes como José Mejía Lequerica, de cuyo nacimiento en Quito el 24 de mayo de 1775 hemos celebrado recientemente 250 años. Con su palabra y con su ejemplo, Mejía nos sigue hablando hoy de dignidad, de libertad y de razón, inspiradas por el humanismo cristiano y la hispanidad compartida. Era un hombre dotado de raras virtudes. A lo largo de los 38 años de su corta vida cultivó las letras clásicas, la teología, la filosofía, las ciencias naturales, la medicina y el derecho. Fue periodista y, sobre todo, excelente parlamentario: pasó a la historia como uno de los oradores más destacados de las Cortes de Cádiz.

Para que un hombre superior alcance el florecimiento que su talento reclama es necesario que su circunstancia contribuya a probarlo. Esto le ocurrió a Mejía, cuya breve vida adulta coincide con la primera insurrección republicana en su patria nativa (1809-1810) y con el despertar del constitucionalismo español en el fragor de la resistencia contra el invasor francés. En ambos movimientos tuvo un papel destacado. Discípulo y cuñado de Eugenio Espejo, precursor de la independencia de lo que hoy es Ecuador, Mejía había sufrido en su infancia la discriminación reservada a los hijos naturales. En 1807 pasó a España, donde al año siguiente lo sorprendió la invasión napoleónica. Decidido a «no estar por demás en el mundo», como escribió a su esposa, se unió a las milicias populares. Ocupó escaño por Quito en las Cortes de Cádiz y desde allí vindicó los derechos de América («si las provincias españolas tienen derecho a quejarse, los americanos tienen el mismo»), la igualdad política de España e Hispanoamérica, la división de poderes, la reforma eclesiástica, la protección de las ciencias y las artes y la libertad de expresión y de imprenta. Exigió la abolición de la esclavitud y la tortura, censuró la Inquisición, condenó los inicuos «repartimientos» a que estaban sometidos los indígenas y propuso que se les entregaran tierras baldías, convirtiéndose en uno de los primeros defensores que los derechos humanos han tenido en nuestra patria («¿Se podría decir que los hombres iguales no tengan iguales derechos?», se preguntaba en 1811 ante los diputados en Cádiz). Tras la matanza perpetrada por las tropas realistas contra los insurrectos en su ciudad natal en agosto de 1810, sin dejar de afirmar la lealtad a España de sus compatriotas, exigió explicaciones, que hubieron de ser dadas por el entonces presidente de la Junta de Quito.

Hasta que la fiebre amarilla puso fin prematuro a su vida en la gaditana plaza de San Antonio, Mejía no renunció a nada. El hijo natural que había decidido casarse con la conspiradora revolucionaria Manuela de la Santa Cruz, veinte años mayor que él, quiso ser, a la vez, americano y español, católico y liberal. Fue un hombre valiente y recto que defendió la causa de la libertad, la igualdad y la justicia, ya fuera ante los atropellos de los realistas en su Quito natal o de las tropas napoleónicas en la Península Ibérica. Ante su admirable trayectoria humana, españoles y ecuatorianos podemos celebrar hoy su memoria y unir nuestra voz a la del prócer guayaquileño Joaquín J. Olmedo, quien escribió en su epitafio: «Poseyó todos los talentos/ amó y cultivó todas las ciencias,/ pero sobre todo amó a su patria/ y defendió los derechos del pueblo español/ con la firmeza y la virtud».

SOBRE EL AUTOR
Tomás López Vilariño

es diplomático

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