Legiones romanas: los verdaderos motivos del declive de la infantería más letal de la antigüedad
En sus textos, Flavio Vegecio dejó descritas las causas que provocaron la destrucción de los ejércitos que dominaron Europa desde el siglo I
Los secretos del entrenamiento que convirtió a los legionarios romanos en máquinas de matar

Alarico I apenas sumaba 25 primaveras cuando hizo la promesa más importante de su corta vida al dios fluvial; ese que, según los visigodos, se escondía en el Danubio. En el 395 d.C., cuando fue elegido rey de su pueblo, se comprometió a no quitarse la armadura hasta que conquistara la Ciudad Eterna. O lo que quedara de ella, pues, ese mismo año, el monolítico Imperio romano se había dividido en dos y daba bocanadas de aire por sobrevivir. El que fuera general de los auxiliares godos estuvo cerca de conseguir su objetivo en tres ocasiones. Aunque en todas ellas fue detenido por las legiones; la que había sido la mejor infantería de su tiempo.
En su caso, a la cuarta fue la vencida. Tras la muerte del último gran general de Roma, Estilicón. Alarico marchó de nuevo sobre Italia. Y esta vez, nadie le pudo hacer frente. El viejo imperio le ofreció dinero, poder y hasta elegir a un emperador títere. Pero no fue suficiente. En el 410 d.C., el visigodo se personó ante las puertas de la 'urbs' y desató el terror junto a sus hombres. Tomó la ciudad sin apenas esfuerzo y, durante tres días, con sus tres noches, saqueó Roma. No quedaron ni los ribetes de oro y plata que relucían en las columnas de Trajano. Se desconoce si después se quitó la armadura, pero podría haberlo hecho, pues había cumplido su promesa.
Vagos y perezosos
Alarico no vivió mucho más. Se fue a las pocas semanas, al no superar una dura enfermedad. Pero dejó este mundo tras haber demostrado que las legiones romanas no eran ya el monstruo que había asfixiado el viejo continente desde el siglo I. Y aquello fue solo el principio. Medio siglo después –cuarenta y cinco años, para ser más concretos– el rey de los vándalos, Genserico, pisó Italia desde el sur y volvió a saquear la Ciudad Eterna. Poco quedaba ya de una imbatible maquinaria militar que había caído en desgracia. «Después de dominar el mundo occidental en el siglo I, habían luchado una larga batalla perdida para mantener las fronteras», afirma Stephen Dando-Collins en 'Legiones de Roma'.
Dando-Collins, así como otros tantos autores de la talla de Edward Gibbon, son partidarios de que las legiones del Bajo Imperio (entre los siglos IV y V) sufrieron una decadencia que condenó a la 'urbs'. O, al menos, que influyó en su caída definitiva. Es la opinión más generalizada y bebe directamente de los textos de Flavio Vegecio Renato, contemporáneo de los hechos. Sin embargo, otros tantos expertos como el historiador Michel A. Monserrat invitan a relativizar. En su dossier, 'El ejército del Bajo Imperio: ¿un ejército decadente?', insiste en que la opinión del cronista clásico se vio afectada por el desastre del 378 en Adrianópolis, donde el Imperio romano de Oriente perdió dos tercios de sus fuerzas ante los bárbaros.
Lo que no se puede negar es que Vegecio fue consecuente con sus pensamientos. Cuando los bárbaros se hallaban a las puertas de Roma, aconsejó al emperador niño Valentiniano devolver la rudeza al legionario. Estaba convencido de que el soldado se había «ablandado» por una mezcla de vaguería y acomodamiento. El ejemplo más claro, o eso argumentó, es que los ejércitos habían pedido permiso para «quitarse la armadura» porque la consideraban demasiado pesada y necesitaban de una buena condición física para portarla. «Uno de los motivos por los que se han deteriorado las legiones es porque se exige gran esfuerzo, las armas son más pesadas, hay más trabajo y la disciplina es más severa», explicaba.

Vegecio no se mordió la lengua y defendió que, aunque los ejércitos romanos mantenían todavía la división formal en legiones, la «fuerza y sustancia» de estas unidades habían desaparecido. Poco quedaba ya su antigua gloria. Hasta tal punto habían llegado los soldados, que preferían combatir sin protección sobre la cabeza en favor de ganar alguna moneda más. «Querían luchar a la vista del emperador, con la esperanza de recibir una recompensa y de poder ser reconocidos con facilidad. Por eso se quitaban el casco», dejó sobre blanco el autor. La práctica, bastante habitual en el campo de batalla, denotaba un cambio en la mentalidad del combatiente.
Auxiliares y bárbaros
Uno de los cambios que más molestó a Vegecio fue saber que, para esquivar la instrucción y evitar portar el equipo más pesado del legionario, muchos soldados optaron por combatir en las filas de las 'tropas auxiliares': «Escapando de estas condiciones, la mayoría de la gente corre a prestar el juramento militar en las tropas auxiliares, donde la fatiga es menor y los galardones más asequibles». Monserrat afirma en su extenso dossier que el autor se refería en realidad a las 'Auxilia Palatina', tropas de élite bárbaras –sin la ciudadanía romana– que se habían incorporado a cambio de un sueldo y con un armamento, por lo general, mucho más ligero, a los ejércitos.
Una vez más, llevaba razón. Normal, pues los envites constantes de los enemigos exteriores y la escasez de nuevos reclutas habían obligado a los emperadores a reforzar las fronteras con tropas ligeras –'limitanei' y 'ripenses'– formadas en su mayoría por bárbaros contratados a golpe de talonario. «Desde el año 212 d. C., una vez que la ciudadanía romana era concedida a todos los hombres libres, la distinción entre legión y unidad auxiliar prácticamente había desaparecido», explica Dando-Collins. Para colmo, la recluta masiva de extranjeros desde la época de Teodosio I (347-395) obligaba también al estado a gastar una buena cantidad de monedas en equiparles. Como a veces era imposible, las tropas iban a la batalla con aquellos pertrechos con los que se hubiesen alistado.

Vegecio siempre defendió que era mucho mejor para los ejércitos entrenar y equipar a sus propios reclutas. En este sentido, era un enamorado de aquellas legiones del Alto Imperio que, tras las famosas Reformas de Mario, contaban con combatientes a los que el Estado proveía de armas y adiestramiento. Pero lo cierto es que la juventud ya no veía a las legiones como unas unidades de combate formidables. En palabras del autor anglosajón, por tres causas principales: las continuas derrotas en las fronteras; la sangría de mano de obra provocada por los insistentes enfrentamientos internos y las pésimas condiciones de vida que ofrecía la vida castrense. «Decían que el servicio era duro, las armas pesadas, las recompensas inciertas y la disciplina, severa», escribió Vegecio.
Cambio de paradigma
La realidad supera las opiniones de un enamorado de la cultura latina como Vegecio. El mundo estaba cambiando a todos los niveles, y también al militar. La batalla de Adrianópolis, esa en la que comenzó a desangrarse el Imperio romano, demostró al mundo que la era de la infantería pesada había llegado a su fin en favor de un tipo de caballería más móvil. Valga para demostrarlo la descripción de la batalla de Adrianópolis que dio el historiador del siglo IV Paulo Orosio: «A continuación, las legiones de infantes, rodeadas por todas partes de la caballería enemiga, abrumadas en un primer momento por nubes de dardos y batidas totalmente, después perecieron alcanzadas por las espadas y picas de sus perseguidores, cuando locas de miedo se vieron obligadas a esparcirse fuera de los caminos».
El resultado fue un aumento masivo de la caballería para dar movilidad a los ejércitos. Ya en la época de Teodosio se fomentó esta modificación a base, una vez más, de contratar jinetes bárbaros (sobre todo germanos). Por lo tanto, el modelo que Vegecio tenía en su cabeza, más parecido al de una mesnada medieval, había tocado ya a su fin. Con todo, y a pesar del cambio de paradigma, autores como Monserrat defienden que el Imperio romano pudo adaptarse a esta nueva forma de combatir y que seguía siendo el mejor del Mundo Antiguo. «Su consideración de que la barbarización se tradujo en pérdida de la disciplina y, por consiguiente, en derrotas, no parece corresponderse a la realidad», sentencia.
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Un factor en el que sí se centran los autores modernos, y que Vegecio pasó por alto, es la escasez de oficiales de carrera e intuición capaces de liderar de forma eficiente a sus hombres en el campo de batalla. Y es que la era del Bajo Imperio no atesora nombres tan conocidos como los Escipión o los César de rigor. Los historiadores coinciden en el que el último gran oficial fue Estilicón, el militar que venció a Alarico en tres ocasiones y prometió que la Ciudad Eterna no caería jamás bajo el yugo visigodo. Sin embargo, sus continuas conspiraciones internas para sentar a su hijo en la poltrona como emperador le costaron la ejecución. El enésimo ejemplo de que, más allá de los cambios tácticos y estratégicos, ambos imperios (el Oriental y el Occidental) cayeron, en gran parte, por culpa de la corrupción y las guerras internas.
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