El día en que estuvo a punto la excomunión de Franco
El cardenal Tarancón relató este delicado episodio a José Luis Martín Descalzo en 1981

- Compartir
El 3 de marzo de 1974, a las ocho de la mañana, un avión esperaba en Sondica para llevarse a Roma a monseñor Antonio Añoveros, obispo de Bilbao. La homilía que se había leído en las iglesias de Vizcaya el domingo anterior, titulada «El Cristianismo, mensaje de salvación para los pueblos», provocó una crisis que estuvo a punto de romper las relaciones entre el Estado español y la Iglesia y de que el entonces jefe del Estado, Francisco Franco, y todos los responsables de la decisión de expulsar de España a un obispo fueran excomulgados.

El cardenal Vicente Enrique y Tarancón desveló por primera vez cómo transcurrieron esas horas tremendas en una larga entrevista que concedió a José Luis Martín Descalzo en 1981
, al finalizar la «Era Tarancón». El cardenal iba a cesar en pocos días como presidente de la Conferencia Episcopal y recordó en aquella conversación con ABC los cinco momentos más difíciles que había vivido en esos años.
Uno de ellos lo inició Añoveros aquel febrero de 1974 con su famosa homilía que el Gobierno de Franco tachó de «atentado contra la unidad de España». Según contó Tarancón, en un principio pareció que el Ejecutivo no le iba a dar demasiada importancia. Él mismo habló el lunes casualmente con el director general de Prensa y Manuel Jiménez Quílez le aseguró que no iba a pasar nada. «Como no le ha dado mucha importancia la prensa internacional, pues se le echará tierra encima», le dijo. Sin embargo, el martes por la tarde le llegaron las primeras noticias de que se estaba enrareciendo el ambiente y que el Gobierno iba a tomar una determinación en este caso. Tarancón esperó a ver qué pasaba y el miércoles, que era miércoles de ceniza, recibió una llamada del Nuncio.
«¿Puedo ir esta tarde, a las cinco?». «No faltaba más, claro». «Es que -le dijo- me ha llamado el ministro de Exteriores, supongo para lo que es y, al subir allí, quiero comentarlo con usted». El cardenal colgó el teléfono y al momento recibió otra llamada. Era del ministro de Justicia, Francisco Ruiz-Jarabo. «Yo quisiera hablar con usted, porque conviene que hablemos», le dijo en tono muy amistoso y campechano. El cardenal le respondió que tendría que ser después de las cinco, porque tenía una visita, sin especificarle quién, pero el ministro replicó: «Ya lo sé, quiero que sea antes de ella». Y quedaron a las cuatro.

A la hora convenida llegó Ruiz-Jarabo y le dijo con el mismo tono amistoso: «Señor cardenal, usted y yo somos amigos, y vamos a solucionar amigablemente un problema». «Ya sabe -continuó el ministro- el revuelo que se ha armado con lo de Añoveros. Pero eso tiene fácil arreglo. Basta con que le diga usted o que le digan de Roma que vaya dos o tres días, aunque sólo fuera con la excusa de informar al Papa. Y nada, no pasa nada».
«Bueno, vamos a ver, que yo me entere. O sea que usted me pide que se vaya dos o tres días a Roma y luego vuelve a Bilbao», le dijo Tarancón. Y él replicó: «Hombre, no. Yo le he dicho dos o tres días, pero pueden ser dos o tres meses».
«Bueno, señor ministro, lo que usted me está diciendo es que quieren desterrar a un obispo», respondió entonces el cardenal, que le recordó al ministro que a ningún español se le puede desterrar sin sentencia judicial. «Júzguenle si creen que ha cometido algún delito», le animó.
«No, hombre no. No faltaba más. Tiene que ser a las buenas», remarcó Ruiz-Jarabo antes de añadir que «podía ser algo parecido a lo que pasó con el obispo de Porto». El cardenal sonrió y le preguntó si sabía lo que pasó en aquel caso, porque él si lo conocía bien y su recuerdo le dejaba ver sus intenciones porque aquel prelado «salió ingenuamente de Portugal y ya nunca le dejaron entrar». «Hombre, no -replicó el ministro- dentro de dos o tres años (primero le había dicho tres días, luego tres meses y después tres años) podría volver, pero no a Bilbao».
Tarancón contaba que entonces se puso muy serio y se dirigió a él con estas palabras: «Mire, señor ministro, en primer lugar yo no puedo prestarme a eso. En segundo lugar, lo que yo le tengo que decir es que si quieren juzgarle, júzguenle. Si hace falta permiso de la Santa Sede para ello, lo tendrán. Pero júzguenle. Hagan las cosas a derechas y según justicia, pero no las hagan así».
Cuando el ministro se fue y llegó el nuncio, el cardenal Tarancón le explicó cómo estaban las cosas y le planteó lo que iban a hacer: «Yo convoco ahora mismo el Comité ejecutivo del Episcopado. Y usted dice a Roma que nosotros nos hacemos responsables del asunto».
Se plantea la excomunión
En aquel Comité ejecutivo del Episcopado, en el que participaron los obispos López Ortiz, Jubany, Bueno Monreal, Yanes y Tarancón, tomaron una serie de decisiones que comunicarían después a nunciatura. Ante la cuestión de qué harían si el Gobierno sacaba violentamente a Añoveros de Bilbao, se redactó «una especie de borrador de decreto en el cual se decía que había un canon, el 2.341, que decretaba sin más la excomunión para los que 'directa o indirectamente impiden la jurisdicción eclesiástica' de un obispo».

Eso fue el viernes. Por la tarde, el cardenal Tarancón le comunicó al nuncio que la Santa Sede no debía pasar por el destierro de un obispo. El nuncio le conminó a que esa decisión se la diera por escrito, pero el presidente de la Conferencia Episcopal le respondió que solo si alguien la iba a llevar personalmente a Roma se lo entregaría por escrito, pero no en el caso de que se enviara por correo o por valija diplomática. Tarancón recordaba «muy bien otro escrito que un año antes habíamos enviado a Roma por valija diplomática y alguien hizo que esa valija se perdiera y encontramos el documento en manos del Gobierno». Finalmente, el nuncio llevó en persona el escrito a Roma.
«Así -continuó relatando Tarancón- llegamos al domingo. A las ocho de la mañana, estaba yo en la capilla cuando oigo sonar el teléfono de mi despacho particular, que conoce muy poca gente, y cuando suena hay algo muy importante o muy de casa. Salgo, y era Añoveros que me dice: 'Me dicen que debo marchar antes de media hora'. '¿Y tú qué les has contestado?' 'Yo les he dicho que con media hora no tengo ni tiempo para afeitarme. Pero que, además, esas cosas no se dicen por teléfono, que me lo digan por escrito'». El cardenal le aconsejó entonces al obispo de Bilbao que como las cosas se estaban poniendo serias, si recibía la orden por escrito convenía que les dijera que había un canon que decretaba la excomunión para quien lo hiciera y que él no se iba si no era a la fuerza. «No es que te hayan de sacar a rastras, pero que quede claro que tú por tu voluntad no sales», le remarcó.
Así lo hizo Añoveros cuando le dieron la orden por escrito. «Cuando les dije lo del canon pusieron una cara muy tensa y dijeron que tendrían que consultarlo con Madrid», le contó después a Tarancón. A las cinco de la tarde volvió a telefonearle. «Esto se alarga y parece que, por ahora se ha conjurado».
«Arias consiguió que el Caudillo no me recibiera»
Entonces, el cardenal Tarancón se decidió a hablar directamente con Franco del asunto para saber si estaba al corriente. Llamó a Bulart, su capellán, y aunque en un principio le dijo que era facilísimo que le recibiera, varias horas después le llamó, con disculpas y tartamudeando. «Yo sé que Arias (el entonces presidente del Gobierno) había estado allí y había conseguido que el Caudillo no me recibiera», afirmó el prelado.
Pasaron los días en una tensa espera, hasta que el miércoles por la noche el ministro de Información y Turismo Pío Cabanillas le llamó por teléfono. «Señor cardenal, estamos en un momento muy grave, yo no sé qué va a pasar», le dijo antes de invitarle a ir al Ministerio para intentar arreglar el asunto. Allí se encontró Tarancón con Pío y con Antonio Carro, ministro de la Presidencia, con cara de circunstancias.
La nota de ruptura
Tras un tenso diálogo, en el que el cardenal les acusó de haber roto el diálogo y haber detenido a un obispo, Carro le dijo: «Mire a dónde han llegado las cosas». Y le enseñó la Nota Verbal del Ministerio de Exteriores, rompiendo relaciones con el Vaticano y despidiendo al Nuncio. Tarancón tuvo esa nota en sus manos y también vio la nota que iban a leer por televisión explicando el asunto al pueblo español.
«La procesión iba por dentro porque yo no sabía lo que podía pasar con un gesto así», comentó años después Tarancón, que en esos momentos dijo: «Bueno, si no me llama más que para comunicarme esto...». Pío le respondió que aún era posible arreglarlo, que Añoveros debía ir a Madrid unos días y hacer alguna manifestación de amor a España. «Pero parece mentira, si Añoveros es un enamorado de toda España, si fue incluso capellán voluntario en la guerra civil», recordaba el cardenal que les dijo y añadió que a quien debía una explicación era a los obispos, por el lío que había armado, pero no al Gobierno. De aquella conversación salió el acuerdo de que Añoveros viajaría a Madrid, con la condición de que pudiera regresar a Bilbao cuando quisiera, y de que en la Permanente de la Conferencia Episcopal no se echaría más leña al fuego.

«Nos ha salvado usted», le dijo Pío cuando le comunicó que Añoveros saldría al día siguiente para Madrid. Cuando llegó, el cardenal Tarancón le gastó una broma. «Yo no sé cómo no te tiro por el balcón, por terco», le dijo. A Tarancón no le había gustado la famosa homilía de Añoveros cuando la leyó el viernes 22, antes de que se difundiera, porque se la envió el ministro de Justicia. «Aquello no era homilía, ni nada. Yo creo que no decía nada incorrecto y mucho menos delictivo, pero aquello estaba muy mal tratado. Entonces yo llamé a Antonio y le dije que las cosas de esa envergadura no se hacen así, que aquello no tenía ni pies ni cabeza. Pero él me dijo que ya no podía dar marcha atrás, porque lo había repartido. Yo le insistí en que lo retirase aún, pero yo no podía mandarle que lo hiciera», le explicó a Martín Descalzo.
El asunto no terminó, sin embargo, con la llegada de Añoveros a Madrid. «Aquella tarde nos urgen de Presidencia que si no recibían pronto algo, el Presidente tenía que presentar el tema a Franco porque aquella tarde -era jueves- tenía que ir a las seis a preparar el consejo de día siguiente y a ese consejo iba la famosa 'Nota Verbal de Ruptura'. Entonces -continuó narrando Tarancón- le dije al nuncio: 'Vayamos usted y yo a Presidencia'».

Allí Tarancón explicó al presidente que al día siguiente se celebraba la reunión de la Permanente, donde Añoveros informaría a los obispos y les daría una explicación. «Yo no tengo el menor inconveniente en enviársela inmediatamente a ustedes», le dijo.
El presidente insistía en que la nota sobre la ruptura de relaciones con el Vaticano había de estudiarse en el Consejo de ministros, pero finalmente decidió dejar el asunto para el último Consejo. «Y si esos papeles son satisfactorios, todo se arreglará», dijo.
«Así se hizo. Y de aquel Consejo de ministros salió la solución; cuando Franco se dio cuenta del disparate que Presidencia estaba preparando y cuando les dijo: '¿pero a dónde me lleváis vosotros?', y cuando el propio Franco lo desbarató todo. Entonces es cuando dieron aquella nota que no decía nada y el asunto se acabó. Esta es la historia. Tremenda historia», finalizó Tarancón.